Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre, convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades. Arrastrado y empequeñecido, fue capaz de salir la calle, no comprendía nada y nadie le comprendía nada. Una ciudad con otro medida. Hecha a imagen y semejanza de las personas. Las personas eran los otros. Título de película de misterio. O de miedo. El de no formar parte de un todo diferente. Humano, demasiado humano. De la humanidad de los demás. Un mundo desconocido donde le podían atropellar por su izquierda o por su derecha. Una calle irreconocible. Miles de agrimensores medían y analizaban. Proyectos y planes de estrategia. Tablero de ajedrez en uso. Y no había modo de enrocarse. O de ponerse en pie. Y los agrimensores venga a medir. Agrimensores K. De K.K. Daban el visto bueno. Cavaban zanjas, fosas y foxas. Más foxar y menos hablar, pensó. Aunque no sabía si pensar estaba permitido desde que fue puesto en peligro. En tiempos de Olavide. Los agrimensores meneaban memorias, presentes e históricas, manejaban entendimientos y voluntades. La suya quiso acceder al centro. El de su ciudad y el de sus pensamientos. Un castillo inaccesible. Cercado por rondas, rondallas y rondones. Anillado por carriles estrechos y por metros subterráneos que nunca llegaban y por autobuses que se atascaban. En la incompetencia. Metamorfosis, que no de Ovidio el de San Lorenzo. Sin croquetas pero llena de papafritas. El centro, castillo inaccesible. Las calles cortadas. En obras. Agrimensor aquí, agrimensor allá. Nadie decía nada. Todo era un absurdo. Si no cabía por aquí se estrechaba. El físico y la mente. No puede usted pasar. Está usted prohibido. Su coche también. De los libros, ni hablamos. Hable usted con el funcionario. Creyó volverse loco. Dudó de adónde iba y de cómo llegaría. Dudó de si aquella era su ciudad. Todos encerrados en su caparazón. Cucarachas de carrerita corta y pensamiento atrofiado Arrastrados. Luchando como artistas del trapecio y como artistas del hambre. La económica y la moral. La de dentro y la de fuera. Hambre de pan y muy poca justicia. Dame pan y dime tonto... Y no podía llegar al centro. Castillo imposible. ¿Para qué quiere usted pasar? ´¡Este no es su sitio! Ciudad habitable, le decían en las vallas. Donde cabían dos cabían tres... era una propaganda de Ikea. Porque él no cabía. Ciudad de las personas. Pero es que él ya no lo era. Era un insecto. Arrastrado. Como tantos vecinos. Por mucho que litigó todo fue un proceso baldío. Pleitos que se sucedían en la ciudad sin justicia. El tiempo pasaba y nadie actuaba. Una pesadilla. De arrastrados en un mundo de eternos procesos. Nada era lo que fue. Usted no pasa. Usted no piense. Usted no es nadie. Con quién cree que esta hablando. Por aquí no es. Por aquí no se cabe. Por aquí tampoco. Vuelva usted mañana... Sudó, lloró, se desesperó. Quizás no. No era un persona. Al menos, como los demás habitantes de la ciudad. Que seguía arrastrándose. Quizás no estuviera despierto. Quizás fuera una pesadilla...
Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Para sobrevivir en su ciudad sólo tendría que arrastrarse...
7 comentarios:
Como Gregorio Samsa nos sentimos muchos cuando caminamos por las aceras y notamos que hemos perdido la seguridad que antes teníamos, que hemos notado que pasear cada vez es más complicado con el aliento de las bicis rozándonos las orejas. Y es que uno en su ingenuidad piensa: ¿hay algo más "sostenible" que caminar y pasear tranquilamente por "la ciudad de las personas"?
Un saludo.
a Gregorio Samsa se le rompió el amor... volvía a su casa y al acostarse exclamaba para sí:
¡putas ladillas!...
y apagaba la luz...
Pues seguro que el tal Gregorio no vivía en Triana, porque de ser así habría alquilado una apisonadora, de esas de las grandes, y hubiese aplastado toda pipa que se moviese (con su pipador incluido)
y afortunadamente tampoco en Asunción...
porque entonces se habría descerrajado no uno sino trech tiros en la sien... para no escuchar el zumbido del puto transformador...
genial profe, genial
ayer camino de San Lorenzo, yo me sentí como Gregorio y no precisamente porque estuviera delante del Gran Poder.
...Y es que llamarse Gregorio tiene mucha tela.
Un saludaso.
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