El
18 de julio es fecha marcada en el calendario con negro de días laborables y
rojo de dramática festividad. Día de paseos, que no paseíllos, por el arco de
la Macarena y por la calle San Luis, la antigua calle Real donde tan dramáticas
realidades se vivieron en aquellos días de verano de 1936. Día de fuegos
abrasadores recordados en viejos muros mudéjares como el de la iglesia de su
nombre. Portada ojival, ladrillos de recuerdo musulmán, leoncillos de piedra y
santos irreconocibles. O sí. Allí llevada sentada siglos, compitiendo con las
vírgenes fernandinas, viendo el tiempo pasar por el antiguo cardo de la ciudad,
la arteria romana que atravesaba la ciudad de norte a sur. Allí espera para
contar su historia a aquellos que la deseen oír. Es la leyenda de un señor que
al enviudar, eran otros tiempos, decidió
entrar en un monasterio como monje. Tenía hijos y una de ellas, de nombre
Marina, no quiso apartarse de su padre. Ese fue el motivo de su promesa
solemne: se haría pasar por un hombre y entraría en el monasterio como el
hermano Marín. Curioso transformismo medieval y sin televisión de por medio… Marina
juró que nunca confesaría su condición de mujer para poder estar junto a su
padre. El problema llegó a la comunidad algunos años después. En la puerta del
monasterio, una mujer denunció que un fraile la había violado, lo que había
motivado su embarazo. Sí, suena a culebrón televisivo, pero la acusación fue
dirigida hacia la pobre Marina, la mujer que se hacía pasar por hombre siglos
antes de la existencia de la monja Alférez. Una violación imposible. Como
Marina había prometido no desvelar su identidad, aceptó la culpa, cargando incluso
con el hijo fruto de aquella violación. Durante un tiempo lo cuidó a las
puertas de la iglesia y los monjes, apesadumbrados por la escena, la volvieron
a admitir, aunque siguieron pensando que el hermano Marín era un hombre. Cuenta
la leyenda que, durante muchos años, Marina cargó con los trabajos más duros
del convento. Hasta su muerte no comprobaron la verdadera condición de aquel
monje, aquella mujer que durante años cargó con una culpa que no merecía. Es la
historia que cuenta una mujer de piedra sentada con un niño ajeno a la entrada
de una iglesia, junto a otras santas como Catalina, la de la rueda, o Bárbara,
la de la torre. Un relato en el que suele pedir que no la confundan con Santa
Margarita, ni con sus dragones legendarios y su protección a las embarazadas. Una
historia que susurra cada 18 de julio. Un día en el que se agradece no volver a
escuchar gritos de inocentes fusilados ni de dioses de madera quemados por la
sinrazón de una guerra.
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