15.12.15

CARIDAD



Aunque hablara las lenguas de cada barrio y cada collación de la ciudad y de los ángeles de cada unos de los retablos del hospital de mi nombre, los de Valdés y los de Murillo, si no tengo caridad, soy como el bronce corroído por el tiempo de la más veleta de la ciudad o un címbalo destemplado que retiñen los que bailan la zarabanda en el Corpus junto a la Tarasca. Aunque tuviera el don de profecía del loco Amaro en su hospital de los Inocentes, y conociera todos los misterios de la Semana Santa y toda la ciencia del viejo Monardes en su jardín de la calle Sierpes; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar iglesias y mover obispos, si no tengo caridad, nada soy.  Aunque repartiera toda mi plata americana y mis prebendas eclesiales,  aunque entregara mi cuerpo a las llamas del Quemadero de San Francisco, si no tengo caridad, nada me aprovecha.

La caridad es paciente con los pobres acogidos en sus muros, es servicial como nos indicó Miguel de Mañara; la caridad no es envidiosa como los mortales, no es jactanciosa como los hombres de poder y los ricos, no se engríe; es decorosa con dar a la muerte el mejor de los cobijos; no busca su interés, ni en su cuenta ni en la banca ajena; no se irrita; no toma en cuenta el mal que se extiende por los rincones de la ciudad; no se alegra de la injusticia que manda a los desgraciados a la horca con un sambenito en el cuello; se alegra con la verdad, que es una mujer desnuda obligada a taparse lo que los hipócritas piensan que son vergüenzas. Todo lo excusa, menos la falta de amor. Todo lo cree, hasta lo que no ve. Todo lo espera, porque tiene a la Esperanza repartida por la ciudad, en piedra, en madera y en emociones. Todo lo soporta, la pestilencia de los ahogados en el río y la miseria de los más pobres. La caridad no acaba nunca. Es principio y fin, Alfa y Omega en la túnica persa del que llaman Señor y es el más pobre entre los pobres. Desaparecerán las profecías de los que siempre hablan de un Apocalipsis que llega. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia ahogada por la exactitud. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía.  Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial.
Cuando yo era niña como las que se sitúan a mis pies esperando que las amamante, hablaba como niña, pensaba como niña, razonaba como niña. Al hacerme mujer de piedra en las fuentes del patio de un hospital que da la vida, dejé todas las cosas de niña. Ahora vemos en un espejo, en el enigma del ser misterioso que te lanza las más duras palabras: mira que has de morir, mira que no sabes cuándo. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocida. Ahora subsisten la fe que centra el otro patio y que juega en la torre de Santa Catalina, la esperanza que viene allende el arco y la Caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad.

7.12.15

SOR BÁRBARA DE SANTO DOMINGO



Minarete orientado al cielo,
Rampas oscuras, el camino.
Campanas tocan sin aliento,
anunciando al firmamento
que la dulzura ha nacido.
(José Cristóbal Navarro)

Fue conocida como “Hija de la Giralda” (1842-1872), la hija del campanero que nació en la torre mayor de Sevilla que acabaría siendo una de las monjas más destacadas  de la Sevilla del siglo XIX. Su nacimiento en la Giralda vino motivado por el oficio de su padre, Casimiro Jurado, campanero de la torre mayor de la ciudad y persona de profunda devoción que junto a su mujer, Josefa Antúnez, notaron desde la infancia las ansias de santidad de la niña. “Nunca lloraba” decían de ella, negación universal que suena a himno futbolístico o a propaganda de reality de supervivencia en estos tiempos de descreimiento. Desde muy joven se complacía en ayunos y oraciones, una rara avis del XIX y excepción absoluta en la época de las redes sociales: cuentan que ya invitaba a sus amigas a subir las rampas de la Giralda de rodillas, como una forma de mortificación. Quiso ser monja capuchina, aunque finalmente ingresó en el monasterio de Madre de Dios, donde fue recibida según las crónicas “como un ángel” que contaba con sólo 17 años, edad perfecta para pasar del Tuenti a Twiter en nuestros días.  Su ingreso supuso la recuperación de la vida contemplativa en unos tiempos de crisis, en los que la decadencia económica llegó a afectar la vida diaria de las comunidades. Su vida en la clausura se caracterizó por su austeridad, su humildad, sus mortificaciones y su acentuado misticismo. Orientada por el padre Torres Padilla, siglo en el que los confesores no eran los siquiatras, fueron numerosas las apariciones milagrosas que vivió, en la línea de las grandes místicas del Siglo de Oro, siendo también llamativas sus continuas penitencias. Todavía conservan las dominicas su túnica de lana con cilicios o sus duras disciplinas, hoy incomprensibles salvo en novelitas de literatura seudoerótica de gran aceptación. De carácter enfermizo pero con eterna alegría, sufrió el traslado forzoso a San Clemente en 1868, monasterio en el se multiplicó su fama de santidad y donde destacó su atención en la enfermería del monasterio. Contagiada de tifus por una enferma, falleció a la temprana edad de 30 años, permaneciendo su cuerpo incorrupto durante días, siendo definitivamente trasladado al coro bajo de la iglesia dominica el 16 de noviembre de 1877. Sus restos no dieron muestra alguna de descomposición en el taladro de su féretro, volviendo a ser expuesta durante unos días antes de su definitivo descanso en el coro bajo. Sus escritos y su fama de santidad la colocan como una de las grandes religiosas que dio la ciudad en el siglo XIX. Descansa entre silencios, aromas de magdalenas angelicales y ansias de perfección: Bárbara de Santo Domingo, algún día santa. Su reino no era de este mundo.