8.9.13

REDUCIR COFRADÍAS



En la Sevilla de las sesenta cofradías el de arriba podría parecer un titular insinuante e incluso provocador. Nada más lejos de la realidad: es una simple mirada al pasado, ése que, según algunos historiadores,  se suele repetir…
Año 1623. Gobernaba la silla hispalense don Pedro de Castro y Quiñones, el arzobispo que, procedente  de Granada, llegó en 1610 al gobierno de la archidiócesis a la edad de setenta y siete años. Hoy los analistas hablarían de cargo de transición. Nada más lejos de la realidad. En sus trece años de gobierno llegó a tener casi cien pleitos con diversas instituciones de la ciudad, doce con el cabildo catedralicio, tres con la Inquisición y más de setenta con diversos curas beneficiados, una forma de proceder que le granjeó numerosas enemistades y enfrentamientos en los que las cofradías no quedaron al margen.  Y es que el arzobispo, que animó la llamada “guerra de la Inmaculada” en defensa del dogma de la Purísima, buscó también un frente de combate con las cofradías de la ciudad, cuyo número consideró desproporcionado. La opción propuesta ya había sido llevada anteriormente a cabo en la ciudad con la agrupación de hospitales que realizó Rodrigo de Castro en 1587. En aquel año los numerosos hospitales de la ciudad quedaron reducidos a dos, el del Espíritu Santo y el del Amor de Dios. En 1623 el arzobispo no se atrevió a tanto. En aquella fecha, el número de cofradías de una ciudad con unos ciento veinte mil habitantes era cercano al medio centenar. Muchas habían sido fundadas el siglo anterior, e incluso algunas alardeaban de tener siglos de existencia, dato que les permitía ocupar un lugar de preeminencia en la procesión del Corpus. Las normas dictadas por el cardenal Niño de Guevara en 1604 no debieron parecerle suficientes al anciano cardenal. Pero no fue el primero en actuar.  Se anticipó el poder civil con el decreto del Asistente Fernando Ramírez Fariñas, curiosa premonición de la intromisión del ayuntamiento sevillano en la vida de las cofradías. Pocos días después,  el 5 de abril de 1623, el arzobispo Pedro de Castro dictó un decreto de reducción de cofradías que, en la práctica, se traducía en un fusión forzosa, una especie de opa hostil de nuestros días. La puesta en práctica sería muy sencilla: determinadas cofradías debían procesionar en un cortejo único, con un más que discutible criterio que apenas atendía a días de procesión o a las sedes de las hermandades. El decreto disponía que se unieran la hermandad de la Cena, entonces en el convento de los Basilios, con la hermandad de la Columna y Azotes, radicada en San Andrés. Más llamativas todavía fueron otras fusiones, ya que se estipulaba que se unieran tres cofradías en un único cortejo. De esta forma, procesionarían juntos los titulares de Los Panaderos, entonces en San Pedro, junto a la hermandad de la Quinta Angustia y a la desaparecida hermandad del Lavatorio, una sucesión de grandes pasos de misterio que hoy haría las delicias de muchos. Pero no quedaba ahí la cosa. En un solo cortejo se fusionarían los pasos de la Oración en el Huerto, de la Entrada en Jerusalén y la Piedad de Santa Marina, hoy conocida como hermandad de la Mortaja. La fusión de hermandades no atendió a un criterio de cercanía, ya que en una de las uniones agrupaba el cortejo de Montserrat (entonces en San Idelfonso), con los nazarenos e imágenes de la Hiniesta (en su barrio de San Julián) y con la desaparecida hermandad de la Presentación. Pero, sin duda alguna, el cortejo más llamativo de este edicto de reducción fue el que unió nada menos que a cuatro hermandades: el Gran Poder de la iglesia del Valle (que tres años antes había estrenado la portentosa talla de Juan de Mesa), la Soledad (entonces en el convento carmelita de Baños), la Carretería (radicada en la actual iglesia jesuita del Sagrado Corazón) y la hermandad de la Lanzada. La justificación a esta drástica medida fue la relajación del espíritu penitencial en muchas cofradías, llegándose al escándalo en más de un cortejo. El criterio seguido fue la forzosa absorción de las hermandades más pequeñas o con menos antigüedad por aquellas más poderosas, más antiguas o más disciplinadas.  Llama poderosamente la atención el hecho de que no se establecieran fusiones en las hermandades trianeras, a pesar de que por aquel entonces ya procesionaban varias a la parroquial de Santa Ana.  
La  puesta en práctica del decreto de reducción se hizo entre la oposición general. Algunas hermandades intentaron evitarlo mediante fusiones más cercanas, es el caso de la hermandad de la Coronación de Espinas, que intentó unirse a la hermandad del Amor para formar una corporación con sede en la iglesia del Valle (actual santuario de los Gitanos), algo que no se consolidó, pues las disposiciones eclesiásticas ordenaron otro emparejamiento. En general, las cofradías acataron de mala manera la imposición, que debió llevarse a cabo el año 1623 (seguramente el año de la Semana Santa más peculiar de la historia) sólo formalmente y en el aspecto procesional, ya que fueron frecuentes las reuniones de las hermandades de forma separada en la clandestinidad. Así lo constata Bermejo, citando el caso de la Carretería que se reunía de forma oculta como hermandad independiente de la Soledad, a la que había sido agregada, siendo reuniones “de uso y costumbre” según el citado historiador. Pero la oposición no fue sólo oculta. Hubo hermandades que llegaron a plantar cara al anciano arzobispo. Es el caso de la hermandad del Amor, que se negó a salir en la procesión del Corpus de ese año en señal de protesta por la reducción. De todas formas, la forzada fusión duró poco. Primero porque a finales del mismo año dimitía don Pedro de Castro, el arzobispo que sería recordado por sus pleitos, siendo sustituido por Don Luis Fernández de Córdoba. En segundo lugar por el nombramiento de un nuevo Asistente de la ciudad en 1626, don Lorenzo de Cárdenas. Ese año la mayoría de los forzosos agrupamientos de hermandades fueron disueltos, aunque la separación fuera una realidad incluso anterior. En la memoria de la ciudad quedó asentada la tozuda actuación de un arzobispo, recogida en las dura palabras que le dedicó el Abad Gordillo, todo un aviso a navegantes futuros: “ni memoria de una sola cuita ni de otra cosa dejó en la ciudad, sino infinitos pleitos. Permitió Dios que aburrido de sí mismo, en el fin de sus días, tuviese tan terrible enfado que el 11 de diciembre de 1623 renunció al Arzobispado”. La independencia de las cofradías sevillanas había triunfado.
                                                  (ABC, Cuaresma 2011)