En la Sevilla de las sesenta
cofradías el de arriba podría parecer un titular insinuante e incluso
provocador. Nada más lejos de la realidad: es una simple mirada al pasado, ése
que, según algunos historiadores, se suele
repetir…
Año 1623. Gobernaba la silla
hispalense don Pedro de Castro y Quiñones, el arzobispo que, procedente de Granada, llegó en 1610 al gobierno de la
archidiócesis a la edad de setenta y siete años. Hoy los analistas hablarían de
cargo de transición. Nada más lejos de la realidad. En sus trece años de
gobierno llegó a tener casi cien pleitos con diversas instituciones de la
ciudad, doce con el cabildo catedralicio, tres con la Inquisición y más de
setenta con diversos curas beneficiados, una forma de proceder que le granjeó
numerosas enemistades y enfrentamientos en los que las cofradías no quedaron al
margen. Y es que el arzobispo, que animó
la llamada “guerra de la Inmaculada”
en defensa del dogma de la Purísima, buscó también un frente de combate con las
cofradías de la ciudad, cuyo número consideró desproporcionado. La opción
propuesta ya había sido llevada anteriormente a cabo en la ciudad con la agrupación
de hospitales que realizó Rodrigo de Castro en 1587. En aquel año los numerosos
hospitales de la ciudad quedaron reducidos a dos, el del Espíritu Santo y el
del Amor de Dios. En 1623 el arzobispo no se atrevió a tanto. En aquella fecha,
el número de cofradías de una ciudad con unos ciento veinte mil habitantes era
cercano al medio centenar. Muchas habían sido fundadas el siglo anterior, e
incluso algunas alardeaban de tener siglos de existencia, dato que les permitía
ocupar un lugar de preeminencia en la procesión del Corpus. Las normas dictadas
por el cardenal Niño de Guevara en 1604 no debieron parecerle suficientes al anciano
cardenal. Pero no fue el primero en actuar. Se anticipó el poder civil con el decreto del
Asistente Fernando Ramírez Fariñas, curiosa premonición de la intromisión del
ayuntamiento sevillano en la vida de las cofradías. Pocos días después, el 5 de abril de 1623, el arzobispo Pedro de
Castro dictó un decreto de reducción de cofradías que, en la práctica, se
traducía en un fusión forzosa, una especie de opa hostil de nuestros días. La
puesta en práctica sería muy sencilla: determinadas cofradías debían
procesionar en un cortejo único, con un más que discutible criterio que apenas
atendía a días de procesión o a las sedes de las hermandades. El decreto
disponía que se unieran la hermandad de la Cena, entonces en el convento de los
Basilios, con la hermandad de la Columna y Azotes, radicada en San Andrés. Más
llamativas todavía fueron otras fusiones, ya que se estipulaba que se unieran
tres cofradías en un único cortejo. De esta forma, procesionarían juntos los
titulares de Los Panaderos, entonces en San Pedro, junto a la hermandad de la
Quinta Angustia y a la desaparecida hermandad del Lavatorio, una sucesión de
grandes pasos de misterio que hoy haría las delicias de muchos. Pero no quedaba
ahí la cosa. En un solo cortejo se fusionarían los pasos de la Oración en el
Huerto, de la Entrada en Jerusalén y la Piedad de Santa Marina, hoy conocida
como hermandad de la Mortaja. La fusión de hermandades no atendió a un criterio
de cercanía, ya que en una de las uniones agrupaba el cortejo de Montserrat
(entonces en San Idelfonso), con los nazarenos e imágenes de la Hiniesta (en su
barrio de San Julián) y con la desaparecida hermandad de la Presentación. Pero,
sin duda alguna, el cortejo más llamativo de este edicto de reducción fue el
que unió nada menos que a cuatro hermandades: el Gran Poder de la iglesia del
Valle (que tres años antes había estrenado la portentosa talla de Juan de
Mesa), la Soledad (entonces en el convento carmelita de Baños), la Carretería
(radicada en la actual iglesia jesuita del Sagrado Corazón) y la hermandad de
la Lanzada. La justificación a esta drástica medida fue la relajación del
espíritu penitencial en muchas cofradías, llegándose al escándalo en más de un
cortejo. El criterio seguido fue la forzosa absorción de las hermandades más
pequeñas o con menos antigüedad por aquellas más poderosas, más antiguas o más
disciplinadas. Llama poderosamente la
atención el hecho de que no se establecieran fusiones en las hermandades
trianeras, a pesar de que por aquel entonces ya procesionaban varias a la
parroquial de Santa Ana.
La puesta en práctica del decreto de reducción se
hizo entre la oposición general. Algunas hermandades intentaron evitarlo
mediante fusiones más cercanas, es el caso de la hermandad de la Coronación de
Espinas, que intentó unirse a la hermandad del Amor para formar una corporación
con sede en la iglesia del Valle (actual santuario de los Gitanos), algo que no
se consolidó, pues las disposiciones eclesiásticas ordenaron otro
emparejamiento. En general, las cofradías acataron de mala manera la
imposición, que debió llevarse a cabo el año 1623 (seguramente el año de la
Semana Santa más peculiar de la historia) sólo formalmente y en el aspecto
procesional, ya que fueron frecuentes las reuniones de las hermandades de forma
separada en la clandestinidad. Así lo constata Bermejo, citando el caso de la
Carretería que se reunía de forma oculta como hermandad independiente de la
Soledad, a la que había sido agregada, siendo reuniones “de uso y costumbre” según el citado historiador. Pero la oposición
no fue sólo oculta. Hubo hermandades que llegaron a plantar cara al anciano
arzobispo. Es el caso de la hermandad del Amor, que se negó a salir en la
procesión del Corpus de ese año en señal de protesta por la reducción. De todas
formas, la forzada fusión duró poco. Primero porque a finales del mismo año
dimitía don Pedro de Castro, el arzobispo que sería recordado por sus pleitos,
siendo sustituido por Don Luis Fernández de Córdoba. En segundo lugar por el
nombramiento de un nuevo Asistente de la ciudad en 1626, don Lorenzo de
Cárdenas. Ese año la mayoría de los forzosos agrupamientos de hermandades fueron
disueltos, aunque la separación fuera una realidad incluso anterior. En la
memoria de la ciudad quedó asentada la tozuda actuación de un arzobispo,
recogida en las dura palabras que le dedicó el Abad Gordillo, todo un aviso a
navegantes futuros: “ni memoria de una
sola cuita ni de otra cosa dejó en la ciudad, sino infinitos pleitos. Permitió Dios
que aburrido de sí mismo, en el fin de sus días, tuviese tan terrible enfado que
el 11 de diciembre de 1623 renunció al Arzobispado”. La independencia de
las cofradías sevillanas había triunfado.
(ABC,
Cuaresma 2011)
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