17.2.15

AMARGURA



AMARGURA
«¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35)

La tarde del Domingo huele a infancia repeinada, a tiempo nuevo y antiguo, a castañas de la cabalgata de reyes y a ropa intacta esperando su alternativa en la gran plaza de la ciudad. Una palma centenaria vuelve a escuchar un lamento de siglos de la que perdió a un hijo, del que perdió a una madre, del que perdió la vivienda, del que perdió la dignidad… Lamentos y oraciones calladas, miradas perdidas concentradas en el  trapecio irregular del escenario que se estrecha en el extremo de su existencia, como la vida misma, junto al azulejo que recuerda el dolor y bajo el rótulo que permite al Evangelista gritar su historia por muros de albero y almagra. Huele a una ciudad almidonada, como el blanco de las novias, de moñas de jazmines de viejas limpias y de azahares recién estrenados, blanco de batas que saben sanar porque llevan en su pecho la cruz roja de la pasión y de la compasión, blanco de silencios conventuales que llevan una cuarentena viviendo vísperas y completas en un mismo rezo, blanco luminoso de cera tiniebla que alumbra la tiniebla de una tarde que no quiere ser noche para no dar fin al más hermoso de los días. Y sale Ella. Bajo el dolor granate de un paso de palio, escoltada por ángeles de plata y consolada sin consuelo. Hija de Sión. Hija de la ciudad. Decían los griegos que la amargura provenía de la idea de punzar, un concepto que aludía a una carga, algo fuerte y pesado que llega hasta lo más profundo del corazón. Sólo una madre que perdió a su hijo lo puede entender. Si la muerte hay que mirarla cara a cara, la muerte del Justo obliga a perder la mirada por los rincones de San Juan de la Palma. Trae en su mirada la vieja profecía de Simeón y la pérdida en el templo, la madera dolorida de San Julián y de la Feria estrecha, el reflejo del fuego que achicharró sus manos y del dolor que carbonizó su alma, el miedo de la que fue oculta en un cajón huyendo del holocausto judío de siglos y el dolor de una espada de plata que atraviesa su corazón, el peso de una corona de oro y el peso de los lamentos de la tarde, la memoria de rezos de siglos y la memoria de las putas tristes que le pedían consuelo frente a las amarguras cotidianas; consuelo que da Ella, la de la mirada de locuras incomprensibles, de escultor suicida que le regaló manos nuevas de estreno, nueva vida de manos del que se acabaría quitando la suya, así es el dolor, intenso, perdido, sentido, duro pero contenido, desconsolado pero elegante. A la ciudad se le encoge el alma y se reviste de Juanillo el de la Palma, y le cuenta chascarrillos de la Plaza de la Feria, y le indica el camino al dolor y Ella enfila hacia la Esperanza, hacia el arco, que tras el portón y el arco está la felicidad, aunque ahora combata con la amargura, como combaten la tarde y la noche, como combaten los reflejos de candelabros de plata por mantener su vida, in Ictu Oculi, que la Hija de la Ciudad sale a la calle y es lamento y es consuelo, es domingo que nace pero que ya muere, es vida y muerte, Alfa y Omega que se hace estreno en una Semana que empieza a morir mientras un caballerito con bigote indica el camino. El dolor más fuerte se ha hecho mujer y ha salido a estrenar el consuelo de las otras hijas de la ciudad. Es Domingo. De Ramos. El que no estrena no tiene manos: esta es la Amargura. 

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