He sido una muñeca grande en tu casa,
como fui muñeca en casa de papá. Cita
de una casa de muñecas para definir lo que siempre quise ser. Quizás lo que
fui. Lo que quizás nunca nadie alcance a entender…
Le
he dado nombre a una estancia del palacio, un alcázar de reyes que tiene un
rincón para mí. Desde hace siglos. Rodrigo Caro ya proclamaba mi nombre en el
siglo XVII y me colocaba entre los meninos y los niños que alegraban este rincón
de la casa. Un rostro de niña en un territorio de mayores. Unos rasgos humanos
en el arranque de un arco de herradura de posible origen musulmán. O mudéjar,
qué más da. Demasiada provocación. Cuando me señalan los guías turísticos
intentan explicar mi origen en miles de idiomas: capricho de alarifes
mudéjares, invención del Renacimiento, reinvención romántica… qué se yo. Nadie
alcanza a explicar la sencillez de mis líneas ni la delicadeza de mi rostro de
yeso, tan frágil como el viento o como las muñecas que me inspiraron. Sólo la
Emperatriz lo sabe. Ella que sintió el amor entre estas cuatro paredes, la de
un César que alguien comparó con el mismo Dios. Ella que se sintió mujer en
estos muros pero que siempre guardó un recuerdo para la vieja colección de su
esposo, la de esos relojes y muñecas holandeses que gustaba contemplar. Eran
metáfora del tiempo, muñecas sin tiempo y relojes que demostraban que la vida nunca para, ni el tiempo vuelve
atrás la anciana cara, la maldita herencia barroca que la ciudad se tatuó
en sus tuétanos. Por eso se colocó aquí. La emperatriz más bella que vieron los
tiempos, el rostro dibujado por Tiziano, convertido en una vulgar caricatura
infantil. Ese es mi secreto. Perduro como reina en los grandes lienzos de
Tiziano pero vivo como eterna niña en este rincón del Alcázar. Nadie lo
entiende. Todos me señalan. A todos contemplo. Pueden volver año tras año, pero
yo sigo siendo la misma niña, la que quiso quedarse garabateada entre los muros
de un palacio. Eternamente niña. Eternamente esperanzada. Aunque no suenen los
relojes que marcarán mi libertad. Turistas de todo el mundo me señalan. Su
rumor es mi vida. Su silencio, mi condena. Aquí espero sin saber lo que espero.
Sólo sé que un día decidí parar aquí mi tiempo. Volver al territorio eterno de
la infancia. Donde no se tiene miedo a nada y se teme todo. Donde una muñeca de
un rincón del Alcázar escuchó un día una canción que no era de cuna…
No tengo miedo al fuego eterno, tampoco
a sus cuentos amargos, pero el silencio es algo frío, y mis inviernos son muy
largos, y a tu regreso estaré lejos, entre los versos de algún tango, porque
este corazón sincero, murió en su muñeca de trapo…
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