20.8.08

21 AGOSTO. CONDE ORGAZ SEVILLANO


“...Y es condición que el retablo lienzo de pintura se ha de pintar en él el tránsito y muerte del glorioso doctor de las Españas San Isidoro, el cual se ha de poner agonizando lo más hermoso y devoto que pudiere, en brazos de la dignidades y canónigos que presentes se hallaron con sus capas de coro sobre sus sobrepellices y otra mucha gente popular y ha de tener sus insignias de arzobispo y un crucero puesto sobe un paño de cilicio y ceniza y ha de tener este retablo una gloria descubierta con muchos ángeles músicos y la Virgen Santa María que le trae una corona de gloria y todo lo demás del cuadro se remite al artista para que se esmere...”.
Esmerarse. Esmerarse... Era el verbo que daba vueltas por la cabeza del pintor desde que, unos días atrás, firmara con los clérigos de la parroquia de San Isidoro el contrato del gran cuadro central de la iglesia. Un verbo que no se movía solo por la mente de pintor: deambulaba entre horizontes venecianos, colores intensos, sueltas pinceladas, perspectivas italianas, sentimientos locales y emociones personales. Sería un cuadro de historia, pero también de historias, un lienzo de fe pero también de emociones, una obra de acabado perfecto pero abierta a los sentimientos y a las interpretaciones. Un puzzle de perfección que iba desfilando por la mente del clérigo pintor. Lo primero fue encomendarse al Altísimo. Al Dios Padre y la Dios Hijo. Por su humanidad sería el que portaría la corona de flores. La Virgen junto a él. Santas en un ángulo de la composición como complemento. Gloria celestial. No podía faltar los niños cantores, música que elevara el alma al cielo y algún ángel juguetón que derramara flores sobre la escena principal. El olor de santidad que le explicaron al entrar en el seminario. Olor, sonido y color. El cuadro tocaría la vista pero también el olfato y el oído. Hermosa simbología para coronar la muerte de un santo intelectual. Se situaría al centro. Arrodillado. En tránsito, como las Vírgenes muertas que había visto unos días antes. Un rostro dulce que ya trazaban los carboncillos en el lienzo y en su imaginación. Entre un juego de diagonales se irían colocando los clérigos de la parroquia, los niños de su bario , la cruz parroquial de la iglesia y alguna escena lejana que permitiera recordar la vida de San Isidoro. Ya había reunidos hisopos, acetres y sotanas. Bodegón en la historia Cuadro dentro de cuadro. Luz de Luz. Una imagen dentro de otra. Un lienzo que trajera a Sevilla la luz que le había impactado en Italia. Quiasmos, colores y rompimientos para la más bella escena.
Agosto de 1613. El cuadro más hermoso nacía en la mente del pintor Juan de Roelas.

7 comentarios:

Juanlu dijo...

No conocía este maravilloso cuadro, gracias por mostranoslo.
Un saludo

J. Iván Martín dijo...

Este cuadro siempre me ha encantado, gracias por regalarnos este estupendo relato amigo rascaviejas.

Por cierto, ¿como va el libro?

Un abrazo.

Rascaviejas dijo...

Pues ya están cerradas las 365 historias. Primera corrección y entrega a la editorial en septiembre. En unos días haremos un repaso de las dedicatorias.
Un abrazo

Rascaviejas dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Profesor.

Hoy he asistido a su clase con especial atención ya que ha rozado con sus dedos por uno de los cuadros que mas me conmueven.

Un saludo.

Diego Romero dijo...

Bonita historia, y precioso cuadro.

María_azahar dijo...

Me uno a esta maravillosa clase para aprender.

Gracias, profesor.