2.12.14

MARÍA CORONEL



         Un año más he ido a verte. Un año me he envuelto de silencio en el  convento de Santa Inés para ver tu rostro quemado. Un año más me he acordado de ti, María. Podrías naufragar en el anonimato pero la ciudad te puso una calle de Domingo de Ramos con nazarenos blancos.
         A través de la reja he visto tu rostro. El de tu historia. Naciste en Sevilla en 1334. Tu padre fue un personaje muy conocido, Alonso Fernández Coronel, alguacil de Sevilla. Te casaste muy joven, con algo más de quince años, con un descendiente de Fernando III, don Juan de la Cerda. Parecías encaminada al triunfo en la vida aunque la vida acabó enseñándote su peor rostro. Te tocó vivir una época de lucha por el poder, una guerra civil por el trono de Castilla. No estuviste en el bando ganador. Tu padre fue decapitado por orden de Pedro I el Justiciero, eso será para otros, que para ti siempre será el más el Cruel. Lo mismo ocurrió con tu esposo, Juan, otro que se equivocó de bando. Corría el siglo XIV, un tiempo de calvario para las que se quedaban viudas. Que te lo digan a ti, que perdiste tus posesiones, tus tierras, tu rostro, tu todo.
         Un día de diciembre ha regresado tu historia a mi presente. Al pasar por la iglesia de San Pedro y el monasterio de clarisas. Al oler a perejil y a bollitos de Santa Inés. Al verte vestida de monja, un año más; con el rostro quemado y las manos sobre tu pecho, a través de la reja, encerrada en una urna. He recordado que el rey Pedro se fijó en ti, y tu refugio en el convento de Santa Clara, donde pensaste alcanzar la felicidad junto a la torre de  don Fadrique.  Te sentías una mujer acosada, en un lugar al que acabó llegando el rey como una furia para buscarte. Tenías que ser suya. Las monjas te metieron en un agujero. Y se hizo el milagro. Rápidamente brotó peregil y el maldito bastardo no te encontró. Ese día pensante que tus pesadillas se habían terminado aunque el horror acabaría llegando. No se te puede olvidar. Pedro entró como una furia hasta las cocinas del convento. No pudiste más. Todavía noto el terror en tu rostro quemado. Cogiste una sartén de las grandes, de las que usaban las monjas en las grandes ocasiones, volcándote el aceite hirviendo en la cara. Pensaste en morir de dolor. Un dolor liberador. Te esperaba una vida nueva, una monja nueva en un convento nuevo, el de Santa Inés, que tu misma fundaste. Creo que allí te esperaba la paz.
Entre los muros góticos de un convento me duele tu historia, la de una mujer del siglo XIV. Bajo la portada de la santa del corderito me sigue doliendo tu rostro repetido en las portadas de los periódicos. Hay historias que no deberían repetirse nunca.