13.4.09

13 ABRIL. SEVILLANO.

(Foto: Antonio Sánchez)
“En el atrio: una reunión de ciegos auténticos, hasta con placa, una jauría de chicuelos que ladra por una perra.

La iglesia se refrigera para que no se le derritan los ojos y los brazos... de los exvotos.

Bajos sus mantos rígidos, las vírgenes enjugan lágrimas de rubí. Algunas tienen cabelleras de cola de caballo. Otra usan de alfiletero el corazón.

Un cencero de llaves impregna la penumbra de un pesado olor a sacristía. Al pesignarse revive en una vieja un ancestral orangután.

Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licua el sexo contemplando un cucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como un pedazo de chewing gum”.
(Sevilla, abril, 1920)

Se llamaba Oliverio Girando. Había nacido el 17 de agosto de 1891 en Buenos Aires en el seno de una familia adinerada. Por ello viajó desde su infancia por Europa, estudió en París y en Inglaterra y escribió y publicó desde su juventud.
Colaboró en revistas que anticiparon la llegada del ultraísmo, la primera vanguardia que se desarrolló en Argentina, con las revistas Proa, Prisma y Martín Fierro, en las que también escribieron Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal, la mayoría de ellos del Grupo de Florida que en contraposición al Grupo de Boedo se caracterizaba por su estilo elitista y vanguardista.
Girondo fue uno de los animadores principales de ese movimiento. Y ejerció influencia sobre poetas de las generaciones posteriores, entre ellos el surrealista Enrique Molina, con quien tradujo Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud.
Sus primeros poemas, llenos de color e ironía, superan el simple apunte pintoresco y constituyen una exaltación del cosmopolitismo y de la nueva vida urbana, intentando una crítica de costumbres. En uno de sus innumerable viajes conoció Sevilla, ciudad a la que dedicó algunas de sus composiciones. Merece la pena su lectura. Una mirada diferente, nada complacida, cargada de simbolismos y de poliédricas lecturas. El texto anterior es un ejemplo. En abril de 1920 Girondo jugaba con la polisemia de la perra sevillana, ironizaba sobre los exvotos de cera, imaginaba cencerros de llaves en las manos de un sacristán, jugaba al obsesivo recuento numérico, tan propio de su estilo, contando las costillas de un Cristo en medio de una homilía masticada cual chicle. Ultraísmo que anticipaba casi el próximo surrealismo. Todo, en un libro con un sugerente título: Veinte poemas para ser leídos en un tranvía.
Una lástima... No conoció el Metrocentro

1 comentario:

Jesús Cotta Lobato dijo...

Es un texto ácido y elegante, con el estilo barroco propio del tema que trata. Lástima que sea de Girondo y no tuyo.