Calle
donde se hace bendita la pureza. Buscas la sombra que te proteja del sol de
Julio y del calor de las tardes de cucaña. Todavía parece que tu abuela
susurra la retahíla que dibujaba la
sonrisa en tus labios. Era buena trianera y tenía su particular jaculatoria: “Señora Santa Ana / en tus manos dejo mi
casa. / Señora Santa Ana / cuídame el puchero / por tu hija María y por tu
nieto verdadero...”
Emociones,
sensaciones y datos se entremezclan en la parroquia de almagra y de los
flameros cerámicos. Una iglesia del siglo XIII construida por un rey Sabio curado
al que se le salieron los ojos de sus cuencas. Santa Ana lo curó. Te
entretienes con la historia camino de tu rincón de siempre, en un lateral,
junto a las santas Justa y Rufina, retratadas por un tal maestro de Moguer en una
época en la que los pintores no firmaban sus obras. Tiempos. Dudas que quede
alguien con el nombre de Justa ni de Rufina, hoy patronas de la nada. A lo que
ibas. Un año más. Tu retrato de hoy es el de Santa Ana. Y el de la Virgen. Y el del Niño. No sabes si es tu
especial devoción pero hay días que tienen brillo especial entre lágrimas de
cera roja y oros viejos diluidos por el incienso. El gran retablo vuelve a
narrarte su historia como en un caleidoscopio de tablas al temple. Una vida
complicada, y mira que tienes memoria para los nombres.
Un
obra de 1540. Esculturas de Nufro Ortega y Nicolás de Jurate. Y tablas de un
pintor flamenco, Pedro de Campaña, aquí, en plena Triana, la cuna de otros
flamencos. Escenas para pintar un retrato muy complicado: el nacimiento de San
Juan, el nacimiento de la Virgen,
el abrazo ante la Puerta
Dorada... Viñetas que te narran historias apócrifas, tan
complicadas como las de tus telenovelas. Algo así como que Santa Ana se había
casado con Cleofás, con Salomé y con Joaquín. Sus hijas María Salomé y María
Cleofás formarían parte de ese grupo de las tres Marías, el que sale en los
pasos de Semana Santa. Te olvidas de todo y diriges pensamientos y oraciones
hacia el grupo medieval que un día recibió aires barrocos y que nunca perdió el
aire familiar. La abuela de Dios y tú frente a frente. Recuerdos de otra
abuela. La tuya. La que decía “Santa Ana
bendita, de las tres limosnas que das al día, una sea la mía”. Allí está sentada, bajo una bóveda de ladrillo
gótico y aromas húmedos de baúl antiguo con pastillas de jabón. Ya en la calle
no puedes evitar una sonrisa. La sonrisa eterna de las abuelas en los retratos
arrugados de peinadora. Un farolillo, el olor marino a río y a sardinas, el
jaleo de la cucaña, la sonrisa de la
Abuela de Dios. Es Triana. Retrato eterno de familia.
Cualquier jornada del año puede ser un día
señalaíto.
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