La
escena no era nueva en su vida: miradas amigas en torno al fallecido. Ya la
había plasmado en la capilla de los Vizcaínos del convento de los franciscanos.
En el Hospital de la Caridad incluso la enmarcó entre pinturas de Murillo y
columnas salomónicas de su amigo Bernardo. Llanto
sobre Cristo muerto mientras los ángeles arrojaban flores de santidad y las
columnas doradas retorcían sus entrañas y sus pámpanos para ascender al cielo
de la eterna caridad. Ascensión a los brazos de una madre con sus hijos. Otra
escena que también enmarcó su propio entierro. En una capilla lateral de la
iglesia de San Marcos, los asistentes al amortajamiento de Cristo miraban de
refilón a la capilla del Rosario: el más grande escultor de su época dormiría
definitivamente entre encalados muros mudéjares, retablos dorados y yeserías
geométricas.
Agosto de 1699. A punto de despedir
siglo y monarquía, la ciudad decía adiós al genio que dominó la escultura desde
mediados de la centuria. Todo pasó por sus manos, las de sus hijos o las de los
miembros de su taller. Unas manos que habían firmado semanas antes testamento
en su casa de la calle Beatos. Manos cansadas para recordar una vida intensa.
No hubo olvidos: mencionó a todos sus hijos, ya casados, y recordó todas y cada
una de sus obras. Le acompañaban su hijo Marcelino y su yerno José Felipe Duque
Cornejo. Quedaba tranquilo. La saga continuaría y el nombre de Roldán se
mantendría durante décadas unido al arte sevillano. Cansado pero reconfortado,
entregó su alma a Dios en los primeros días de agosto. Descansaban unas manos
que habían modelado a un Cristo Descendido, a una Nazareno abrumado por el peso
de una cruz, a una Virgen sonriente que algún día sería la más venerada de la
ciudad y a miles de retablos, cartelas, vírgenes y tallas de todo tipo. Hubo
llanto sereno en su casa y hubo mayor dolor en lo rincones del hospital de Mañara,
en la capilla de los Vizcaínos y en la parroquia de San Marcos. Entre una nube
de incienso, su cuerpo fue trasladado a una cripta de la vieja parroquia de la
calle Real en la tarde de aquel día de agosto. Manos de su taller, manos del
gremio y manos de familiares lo portaron en el último momento. Amortajado, como
él ya sabía. Con la placidez de un Cristo descendido. Con el ansia eterna del
Crucificado que mira por encima de los muros de la judería. Con las manos
cansadas y las alforjas casi vacías. Tenía setenta y cinco largos años.
Descansaba eternamente Pedro Roldán. Hijas, hijos e imágenes lloraban su
muerte. Quedaba su obra. Su arte. Su taller. Su nombre.
Hay apellidos que
dignifican la historia de la ciudad...
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