6.11.06

7 DE NOVIEMBRE. LA MAGDALENA



La tarde de aquel día de noviembre el escultor quizás fue una persona feliz. Había pasado muchos días de trabajo encerrado en su taller de San Martín pero el esfuerzo mereció la pena. Era el momento de recoger la gloria de una obra bien hecha. Pero, en el fondo, había algo que entristecía a aquel imaginero. Algo difícil de explicar, algo difícil de confesar...
Sevilla, año del Señor de 1620. Del Señor del Gran Poder, que desde hacía unos meses había salido de las manos llenas de callos de aquel escultor cordobés. Para la ciudad el Poder y para sus manos la gloria de haber hecho una obra para la posteridad. Por eso aquel año le llovieron los encargos a Juan de Mesa, ya era un escultor conocido que no tendría que depender de su maestro o de las sobras de otros talleres. Él era Juan de Mesa, el autor del Nazareno que más devoción tendría en la ciudad. Por eso le encargaron obra de importancia. Y aquella que terminó aquel día de noviembre de 1620 lo era. Fue un proceso corto. Todavía recordaba la visita de don Pedro Urrea, aquel jesuita elegante que unos meses antes le visitaba en su taller. Aquella noche de noviembre todavía resonaban en su taller las palabras de aquel hombre vestido de negro con el nombre de Jesús en el pecho.:
- “Mire, don Juan. Usted nos hará el crucificado dormido con el rostro más hermoso que puedan tallar su manos. Muerto, pero con la más buena muerte. Y nos hará una magdalena para colocarla a sus pies, hermosa, arrepentida de su pecados. Tenga en cuenta que son imágenes para nuestra hermandad. Imágenes que motiven a tanta descarriada a abandonar sus pecados. Haga lo que le pedimos y le aseguro que le pagaremos mejor que con el mejor contrato..”
El escultor puso todo su empeño. Y vaya que lo consiguió. Unas semanas antes terminó el Crucificado. Parecía dormido. Desde aquel día procuró trabajar sin hacer ruido, mimando gubias y escofinas. Con tacto sacó un rostro y un cuerpo de mujer de aquel trozo de cedro. Y aquel día de noviembre terminó la imagen de la Magdalena encargada. Y vaya que salió bella. Tanto que, al dar los últimos retoques, las manos de aquel escultor sintieron un escalofrío al tocar aquella madera. Nunca vio mujer más bella. Y había salido de sus manos. Unas manos que nunca más tocarían a aquella mujer. No lo tenía pensado, pero aquella noche decidió ponerle lágrimas de cristal. Cuando la entregó a los jesuitas hubo quien pensó que aquella lágrimas parecían de verdad. Y no se equivocaban.
Pasaron los siglos. Aquel Crucificado siguió dormido hasta en las tardes de Marte Santo. María de Magdala desapareció. Nunca más se supo de ella. Aunque hay quien dice que aquella Magdalena sigue llorando en algún lugar del mundo. Y dicen que llora por algo imposible...

3 comentarios:

Reyes dijo...

Muy bonito.
Volveré, acabo de descubrirle.
Si quiere, puede visitar mi blog.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Curioso, el pintor que se enamora de su obra. La Mitología clásica en la Semana Santa. Hermoso

Enrique Henares dijo...

Hermosísimo relato. Si aquella imagen de María de Magdala era la mitad de hermosa que la del Cristo de la Buena Muerte el conjunto de ambos debió ser verdaderamente insuperable.