Aunque era un hombre tranquilo, aquella mañana Bartolomé se despertó algo inquieto. Ya no era un muchacho y su futuro parecía ya asentado entre sus principales clientes de la ciudad. Eso pensó al cuidar su aseo para la ocasión: jubón nuevo, camisa blanca y calzas de gala. Buen paño para la cita, quizás uno de los mejores regalos que había recibido. Delante del espejo le dio por pensar en el futuro mientras cortaba con esmero su perilla y su bigote. Imaginó triunfos y reconocimientos, pero, sobre todo, pensó en su obra. Y pasaron por su mente colores, encuadres, texturas, composiciones, personajes, historias. Transmitir sensaciones, emocionar, hacer sentir, motivar a la oración, hacer creer, dar motivos para vivir a unos sevillanos que vivían en la pobreza y en la miseria. En el fondo la suya era la más hermosa de las profesiones. Y, por qué no, su ciudad merecía alguien que reflejara su belleza. Una idea que le vino a la mente mientras acababa de vestirse.
No sabía por qué, pero en aquel momento se le vino a la mente aquella aventura que quiso tener con quince años, cuando pensó en irse a las Américas. Quizás su vida hubiera sido otra.
- Una chiquillería -pensó camino de la vieja iglesia de la Magdalena. Ahora, con veintisiete años veía la vida de otra manera... Sobre todo enmarcada en juegos de diagonales, de perspectivas, de iconografías y de calidades. La suya era una edad para no andarse con tonterías. Por eso le insistieron tanto y, quizás por eso, aceptó el acontecimiento.
Llegó con tiempo a la iglesia. Tiempo para seguir pensando. Y, en medio de amistades y familiares, vio llegar a Beatriz. Sería el día o sería la ocasión. Sería el ambiente, qué sabía él... pero aquel día la contempló de otra manera. Quizás la fuerza de la costumbre y los años viéndola en la casa de su tío Tomás el platero le habían quitado perspectiva y enfoque. No podía evitarlo: el lenguaje de los pinceles quizás fuera el que mejor manejaba...pero delante del altar mayor y entre las oscuras capilla de la Magdalena Bartolomé creyó descubrir una nueva luz. Interior, como las de los buenos cuadros. Una belleza plena, como la de las obras bien terminadas. Y, sobre todo, una esperanza en un vida común. Cuando entregó anillos y pronunció las palabras de consentimiento, su imaginación voló llena de libertad. Se sumergió en un mundo de niños que juegan y de mayores jugando a ser niños, de celestes purísimos y de blancos inmaculados, de hogares y de callejones, de pícaros y de angelitos, de santos y de putas asomadas por las ventanas. Un mundo lleno de sonrisas, de ideales y de belleza. Tenía que existir. Como la fantasía. Si no, habría que crearlo.
No sabía por qué, pero en aquel momento se le vino a la mente aquella aventura que quiso tener con quince años, cuando pensó en irse a las Américas. Quizás su vida hubiera sido otra.
- Una chiquillería -pensó camino de la vieja iglesia de la Magdalena. Ahora, con veintisiete años veía la vida de otra manera... Sobre todo enmarcada en juegos de diagonales, de perspectivas, de iconografías y de calidades. La suya era una edad para no andarse con tonterías. Por eso le insistieron tanto y, quizás por eso, aceptó el acontecimiento.
Llegó con tiempo a la iglesia. Tiempo para seguir pensando. Y, en medio de amistades y familiares, vio llegar a Beatriz. Sería el día o sería la ocasión. Sería el ambiente, qué sabía él... pero aquel día la contempló de otra manera. Quizás la fuerza de la costumbre y los años viéndola en la casa de su tío Tomás el platero le habían quitado perspectiva y enfoque. No podía evitarlo: el lenguaje de los pinceles quizás fuera el que mejor manejaba...pero delante del altar mayor y entre las oscuras capilla de la Magdalena Bartolomé creyó descubrir una nueva luz. Interior, como las de los buenos cuadros. Una belleza plena, como la de las obras bien terminadas. Y, sobre todo, una esperanza en un vida común. Cuando entregó anillos y pronunció las palabras de consentimiento, su imaginación voló llena de libertad. Se sumergió en un mundo de niños que juegan y de mayores jugando a ser niños, de celestes purísimos y de blancos inmaculados, de hogares y de callejones, de pícaros y de angelitos, de santos y de putas asomadas por las ventanas. Un mundo lleno de sonrisas, de ideales y de belleza. Tenía que existir. Como la fantasía. Si no, habría que crearlo.
26 de febrero de 1645. Campanas de boda. Un pintor llamado Bartolomé Esteban Murillo imaginó un mundo feliz.
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